Leyendas de Durango: “El alacrán de la cárcel de la Ciudad de Durango”
Gracias a Manuel Lozoya Cigarroa, quien es uno de los escritores contemporáneos mas importantes del Estado de Durango, nuestra entidad ha sido reconocida nacional e internacionalmente como una ciudad llena de leyendas y tradiciones, ya que este hombre ha logrado recopilar las leyendas que de manera oral han subsistido durante largos años, tal es el caso de esta primera entrega, la cual se titula: “El alacrán de la cárcel de la Ciudad de Durango”
la cual fue tomada de esta pagina.
En las postrimerías del siglo XIX cuando el gobierno del general Porfirio Díaz se encontraba perfectamente consolidado, existió en la antigua cárcel de Durango la “Celda de la Muerte”, llamada así porque al desgraciado que metían allí, amanecía muerto misteriosamente.
La cárcel de referencia se encontraba en la actual avenida 20 de Noviembre entre las calles Francisco I. Madero y Pasteur en la ciudad capital. Esta es la leyenda de Juan, el reo que sin saber que estaba sentenciado a muerte descubrió el misterio.
Por los años de 1884, en la antigua hacienda de Cacaria, hoy ejido Nicolás Bravo, existió una familia numerosa y uno de sus hijos se llamaba Juan. Era un muchacho de piel morena, ojos negros, alto y robusto. Sus compañeros le decían Juan sin miedo, asociando su nombre con el personaje de un cuento así denominado. Las gentes decían que en realidad no conocía el miedo, porque lo habían visto montar potros brutos que ya habían tumbado a todos los caporales de la hacienda y Juan ya había conseguido dominarlos.
En otra ocasión, en una fiesta campirana cuando se celebraba el día del Santo del Patrón, Juan con una cobija de franjas de colores, había capoteado al toro mas bravo que un día antes habían bajado de la sierra. El señor cura recordaba con frecuencia la vez que a Juan lo habían visto subir al campanario de la torre de la iglesia a robar los huevos del nido de una golondrina. Esas y muchas anécdotas pintaban a Juan como el joven mas valiente del pueblo, por lo que el muchacho se sentía orgulloso y empezó a creer que efectivamente el no le tenía miedo a nada.
En una ocasión llego un perro con rabia a la hacienda. La población se alarmo y cerrando la puerta de su casa todos trataban de ponerse a salvo de una mordedura. En la escuela, el profesor no supo del peligro y les dio salida a los niños cuando el perro pasaba por ahí. Juan contemplaba aquello desde su casa que se encontraba frente al galerón viejo que servía de escuela. Al mirar el peligro, Juan no lo pensó dos veces, descolgó de la pared la escopeta de la familia que se encontraba cargada y apuntando desde dentro de su casa le disparó al animal, en el preciso momento en que doña Elvira, a la que todos le decían Viron, se atravesaba tratando de proteger a su hija Catalina que salió de la escuela. Virón cayó al suelo envuelta en borbollones de sangre y sacudiéndose por las convulsiones de la muerte. El balín de mas de un centímetro de diámetro le había destrozado el pecho. Juan no se amilanó ni trató de emprender la huída, comprendiendo que no había tiempo de cargar de nuevo la escopeta, tomó serenamente el hacha de partir leña y salió a la calle a enfrentarse con el perro rabioso.
Corrió hacia el en el momento que el animal se dirigía a perseguir a unos niños y quedando los dos frente a frente, mientras el can gruñendo enseñaba sus colmillos en actitud de ataque, Juan serenamente calculaba el golpe con el que le dio muerte y regresó a mirar a Virón, la abrazó, la levantó, le tomó el pulso y sintió las últimas pulsaciones de un corazón humano que dejaba de funcionar. En postrera esperanza de que se realizara un milagro, le habló: ¡Doña Elvira! ¡Doña Elvira!, al mismo tiempo que un grupo de mirones se apretujaban unos a otros tratando de dar fe de lo ocurrido.
Llegaron al lugar de los hechos, el patrón, el cura y don Timoteo que era el Juez de cuartel de Cacaria, La gente se hizo a un lado; don Procopio el hacendado, preguntó: ¿Cómo sucedió esto? Juan sin inmutarse explico los hechos palmo a palmo. Los tres escucharon sin interferencia, cuando en el relato se trató del perro, don Procopio levantó la cabeza y por debajo de su sombrero charro divisó el animal que estaba tirado donde Juan le había dado el hachazo. Al final de aquella improvisada declaración, el hacendado que era el único que hablaba.
-Enciérralo en la Bartolina, Timoteo, para entregarlo a la autoridad y a doña Elvira que, en paz descanse, que la recojan sus familiares y ordena a don Isidoro que se ponga a hacerle su cajón de madera de pino.
Por su parte, don Serapio el padrecito de la hacienda, bendecía el cadáver y le ponía la extremaunción, dizque para que le fuera bien en el otro mundo. Don Timoteo ya no se desprendió de Juan, acomodándose la pistola calibre cuarenta y cuatro y con un machete en la mano se llevó al reo por delante. L bartolina, calabozo donde se encerraba a quien cometía algún delito, estaba a espaldas de la casa grande y en un lado de la Iglesia. Era un cuarto de cuatro por cuatro metros, húmedo, alto, sin ventanas y con una pesada puerta de madera con aldabón de fierro. Tras Juan se fue doña Petra, su madre que en el momento aquel de su angustia y dominando el llanto, alcanzó a pensar que debía llevar a su hijo algo para que la pasara en su encierro y le llevó un sarape de lana y unas seis gordas gruesas hechas con masa de maíz y un guaje con agua.
Don Timoteo encerró a Juan en aquella celda y le puso un candado por fuera. El muchacho atarantado por la sucesión tan rápida de los acontecimientos de aquel día; no dijo nada cuando la puerta se cerró, aquel joven se vio agobiado por un mundo de absoluta oscuridad, a tientas tocó la pared y sin soltar el morral y la cobija que le había entregado su madre, buscó un lugar donde sentarse. Estuvo pensando un rato, todo lo sucedido le parecía un sueño. Habían pasado antas cosas en tan poco tiempo que le parecía increíble. Se tocó la cabeza y se frotó los ojos para confirmar que no estaba soñando, miró en su imaginación a doña Elvira cuando se despedía de este mundo, a don Procopio, a don Timoteo que machete en mano lo llevaba hacia la Bartolina, a su madre doña Petra que en la puerta del calabozo le entregó las gordas y la cobija y ahogándose en un mar de llanto le dijo:
-“Que dios te bendiga hijo”
Después de pasar en su pensamiento una revista de todo lo sucedido, prorrumpió el llanto, lloró hasta que su corazón descansó.
Se repetía el constantemente:
-Fue una desgracia, fue una desgracia. Lloró toda la tarde, al fin se quedó dormido un buen rato con lo que disminuyó un poco su pena. Lo despertaron las ratas grandes del calabozo que andaban dándose un banquete con las gordas de maíz que contenía el morral que era parte de su equipaje y, en su afán de comer, los roedores pasaban sobre el cuerpo del muchacho con frecuencia. Las espantó tratando de salvar su alimento. Los animales hambrientos no se amedrentaron, tenían a Juan asediado. Este, al meter las manos al morral, advirtió que ya le habían ganado con más de un cincuenta por ciento del bastimento; con coraje les tiró el resto al rincón mas distante de la celda para quitárselas de encima. La ratas se comieron las gordas y siguieron merodeando muy cerca de él, como dándole la bienvenida. Después de un rato, el se familiarizó con ellas y ya no les hizo caso.
En aquel mundo de oscuridad, las horas se le hacían siglos, escuchaba cantar los gallos y ladrar los perros y no sabía acertar en un cálculo aproximado del tiempo. Se acordó de Lupe, su novia, una muchacha chaparrita pero muy guapa, tenía sus mejillas chapeteadas, sus labios finos y rojos, su piel blanca y su cabello delgado en color miel oscura.
Sintió que ya no la volvería a ver y que ella se iba a casar con otro, tal vez con Palemón el hijo del patrón que tanto la cortejaba. Se dormía un rato y despertaba porque una rata le mordía un pie o le pasaba su larga cola por la cara y en ese dormir y despertar, acordándose de todo y lamentando lo sucedido, no supo ni cuanto tiempo pasó. De pronto, oyó sonar el aldabón de la puerta y esta se abrió. La luz le cegó de inmediato, con los brazos se tapó los ojos para adaptarlos a la luz del día. Cuando pudo ver reconoció a don Timoteo, el juez, acompañado de dos hombres armados que montados en su caballos esperaban que el saliera. También estaban ahí el viejo don Pancho su padre y doña Petra que sin dormir ni comer habían pasado la noche junto a la puerta de la bartolina para darse cuenta del destino final de su hijo. Don Timoteo amarró por detrás las manos al reo, subió en su caballo y lo echaron a pie por delante. Don Pancho no los abandonó, formaba parte de la caravana, cargaba el sarape de su hijo y el moral con gordas y el guaje con agua; solamente que él marchaba por un lado del camino real, al parejo de su hijo.
Todos tomaron dirección a Canatlán, partido al que pertenecía la hacienda de Cacaria. Después de dos horas de camino llegaron a su destino, don Timoteo entregó a Juan en la cárcel, el viejo don Pancho, le entregó el morral con gordas, el guaje con agua, el sarape y la sentencia de rigor.
-Que Dios te ayude hijo; en el momento que dos gruesas lágrimas corrían por el rostro augusto y sudoroso del viejo campesino. Allá en el corralón de la prisión se escuchó algarabía de los presos y el grito clásico para los reos de nuevo ingreso:
-Ya parió la leona
Juan duró poco en la prisión de Canatlán, la índole del delito y la extensión de la sentencia exigían que el proceso del muchacho se radicara en Durango, así fue trasladado a la cárcel de la capital del Estado, porque su delito ameritaba 20 años de prisión. El muchacho no tuvo quien lo defendiera porque en ese tiempo no existía defensor de oficio y la familia no tenía ni con que pagar un abogado. Juan no sabía leer ni escribir porque no le había gustado ir a la escuela. Así que menos iba a saber aquel muchacho que su caso era defendible porque se calificaba como desgracia o delito imprudencial y podía tener su libertad provisional o bajo fianza. Que aunque el juez hubiera dictado sentencia, existía el recurso de apelación. Así que el tiempo pasó y el joven presidiario tratando de hacer llevadero el tiempo, cumplía con agrado las órdenes que las comisiones le daban. Era amable y atento con sus compañeros de presidio y se hizo apreciar de todos.
La vida en aquel lugar era insoportable. En pequeñas celdas de tres por cuatro metros vivían cinco o seis personas y cuando les iba mejor les tocaba crujías colectivas en donde en un espacio de diez por cinco metros vivían quince o veinte reclusos con el inconveniente que representaba convivir en grupos numerosos cuando los intereses son disímbolos.
En la misma celda había un área para defecación junto a ella se comía, se dormía y se tenía que vivir indefinidamente. La psicosis y el mal humor de todos era ambiente natural, las “mentadas de madre” constituían el lenguaje común, los pleitos y os golpes se presentaban a diario, los robos eran cotidianos y la única ley respetable era la fuerza bruta. Cuando la persona enfermaba, se curaba sola o se moría. El plato y el tazón donde se comía nunca se lavaban porque no había agua disponible para ello. Los piojos, pulgas, chinches, cucarachas y demás bichos amigos de la inmundicia, tenían magníficas condiciones ecológicas para su desarrollo.
Ahí como en todos los momentos del devenir biológico no existían mas que dos alternativas: adaptarse o morir, máxime que a todo aquel que constituía un problema carcelario o de conducta, era llevado a una celda especial que en la cárcel de Durango en aquel tiempo le llamaban la “Celda San Juan” rememorando las celdas de tormento del penal del castillo de San Juan de Ulúa en Veracruz.
La famosa celda San Juan se encontraba en el rincón mas húmedo y oscuro de la penitenciaria, sus paredes no estaban estucadas o revocadas, los agujeros y hendiduras entre piedra y piedra de la pared, era madriguera de arañas, tarántulas, ciempieces, alacranes, ratas, pulgas, piojos, chinches, cucarachas y demás sabandijas propias de la oscuridad y el desaseo. Nunca se hacía el aseo en ese calabozo y la puerta estaba confeccionada y construida a prueba de luz y aire, de tal manera que aquel lugar solamente se iluminaba y se ventilaba cuando se abría la puerta para sacar o meter a algún desgraciado. El calor en ese lugar contaban que era insoportable por la falta de ventilación, la luz totalmente prohibida, el poco aire que contenía el ambiente, era mal oliente y falto de oxigeno. Generalmente a los que castigaban en San Juan después de dos o tres días de estancia allí, los sacaban inconscientes por la falta de oxigeno y por el hambre, ya que, era norma no darles de comer todo el tiempo que permanecían encerrados.
Era en realidad un lugar de castigo que debía de utilizarse por parte de las autoridades del penal solamente en casos extremos. Así a todo aquel que se insubordinaba a los carceleros o capataces era castigado en San Juan. Un día de 1884 se encerró en el calabozo de castigo a un reo que riñó con un compañero y al tratar el celador de interferir en la riña, fue agredido por el presidiario. El castigo fue por un día con la noche y amaneció muerto. A partir de esa fecha todos los que fueron encerrados en San Juan murieron.
Después de advertir las autoridades y los reos que las circunstancias se habían presentado mas de una docena de casos, no quedaba duda, aquel calabozo, dejó de llamarse San Juan para recibir el nombre de “La Mazmorra de la Muerte” o “Calabozo de la muerte”. Así cada vez que se encerraba a un infeliz allí, al día siguiente se presentaba el carcelero acompañado de dos camilleros para sacar el muerto. No se sabe con exactitud cuantos perecieron en esa mazmorra, porque se tuvo la precaución de no llevar registro escrito de los casos, pero si aseguraban que fueron mas de cincuenta. Aunque no dejaban de preocupar a las autoridades del penal la realidad de aquella celda misteriosa y maldita, por otra parte, les agradaba haber encontrado un recurso para deshacerse de los indeseables, sin practicar el asesinato directo.
Cuando llegaba a la cárcel, un preso político con recomendación especial de eliminarlo, se le encerraba en el calabozo y al día siguiente amanecía muerto sin muestras de asfixia ni de violencia, lo cual era favorable para las autoridades que, burlescamente a veces le decían a la prensa o a los familiares: Se cree que murió de preocupación y pena o ya venía enfermo y no lo manifestó.
Pronto aquel calabozo adquirió la fama fatal y en la penitenciaria los presos no querían ni siquiera escuchar su nombre. No se sabía que morían las víctimas, los cadáveres no manifestaban huellas de ninguna clase. Así empezaron acorrer rumores de que aquel calabozo estaba poseído por el diablo que era quien los mataba de medo al aparecérseles y luego se llevaba sus almas al infierno. Otros decían que el primero que allí había muerto era un ateo que no creía en Dios y que al entrar a la celda dijo: Si Dios es tan poderoso que me quite ya de sufrir. Que al cumplirle Dios su deseo dijo: “Todo el que entre al calabozo morirá esa misma noche”. La sentencia se seguirá cumpliendo hasta la consumación de los siglos. Otros mas agregaban que el aire, las paredes, y el piso se encontraban impregnados de gases altamente venenosos que al inhalarlos provocaban la muerte. También se decía que una legión de espíritus malignos penetraban al calabozo para ejecutar al desgraciado que se encontraba allí. Y no faltaba algún carcelero que aseguraba haber visto salir o legar sombras o bultos a la celda maldita a eso de las doce de la noche.
Mientras esto sucedía en la cárcel de Durango; Palemón el hijo de don Procopio dueño de la hacienda de Cacaria cortejaba a Lupe, la novia de Juan, que se había quedado con el corazón partido cuando supo la desgracia que le ocurrió a su novio. Al mirar el hijo del hacendado que no convencía con piropos a la jovencita, empezó por decirle: no esperes a Juan, lo van a secar en la cárcel. Se va a morir antes de salir libre. Lupe ante su impotencia por sacudirse los impertinentes cortejos de Palemón que le caía tan mal. Un día mordiéndose el rebozo mas de rabia que de vergüenza le dijo: A usted le respondo cuando sepa que Juan ya se murió. Mientras esto no suceda lo espero, al fin que el no ha de ser las paredes o las vigas de la cárcel y tarde que temprano sale libre y viene. Palemón se sintió ofendido en lo mas hondo. No concebía la idea de aquella mujer prefiriera a un peón, a un homicida, presidiario, en lugar de al futuro dueño de la hacienda de Cacaria, al patroncito como todos le decían. En ese momento pensó en irse a ensillar su caballo tordillo y con pistola en mano ir a sacar a Guadalupe de su casa, tenerla un corto tiempo en un o de los ranchos de su padre y luego abandonarla. También pensó en que su padre, fuera a pedir su mano, que estaba seguro que no se la iba a negar, casarse en la iglesia de la hacienda. Ah pero… si Juan salía de la cárcel, o mataría era un atrabancado por eso le decían Juan sin Miedo.
Por otra parte, si iba su padre a pedir la mano d la muchacha y esta se negaba por lo que le había dicho que no le correspondía hasta que su novio se muriera, sería la vergüenza mas grande para los dos. Lo pensó un rato y luego concluyó. Había que matar a Juan. Ese día después de la cena se encerró en la sala con su padre, platicaron largo rato. Después de la platica don Procopio se paro y bostezando y extendiéndose dijo –así que no basto con os veinte años que ordené que le echaran, sino que hay que borrarlo del mapa. Ni modo, yo no quería, pero hay que hacerlo. Palemón se frotaba las manos gustoso, manifestando su satisfacción porque había convencido a su padre. Ya no se habló mas del asunto ni Palemón volvió a importunar a Lupe. La muchacha pensó que ya se lo había quitado de encima.
En esos días llamaron al director de la cárcel al Palacio de Gobierno. Un funcionario de alta jerarquía judicial le dijo que había que eliminar a un tal Juan sin Miedo, autor de la muerte de una señora de la hacienda de Cacaria. El director argumentó que eso era inconcebible, que Juan era buen muchacho, el reo de mejor conducta en la Penitenciaria, atento y trabajador, nunca renegaba ni usaba lenguaje soez. El funcionario replicó:
-Ni modo, órdenes son órdenes, si no las cumple usted sabe. Yo ya le dije. Métalo a la “Celda Maldita ” y ya. Cuentan que el director de la penitenciaria llegó y lo contó a los celadores y personas de confianza. Aquello era monstruoso, el muchacho era el mejor reo del penal por su buen comportamiento. Lo platicaron y lo pensaron mas de dos veces porque no encontraban razón de ser de aquella orden. Al fin un celador astuto y malvado de acercó a Juan le dijo:
-¿Es cierto que a ti te dicen Juan sin Miedo porque no tienes miedo?
El muchacho contestó:
-Si
-¿Aceptas quedarte una noche en la celda maldita?El interrogado movió afirmativamente la cabeza y terminó el diálogo. Nunca se supo si fue por compromiso o por valor de verdad, la realidad fue que Juan aceptó. A las autoridades del penal les dio gusto porque cumplían con una orden recibida sin actuar con crueldad con aquel muchacho que se había ganado la estimación de todos.
Juan que no conocía el fondo de la propuesta, dentro de su miedo si es que o tenía, abrigaba la esperanza de descubrir la razón del misterio que envolvía a aquel calabozo. Los reos amigos del muchacho que conocieron su decisión la consideraron absurda y suicida. El director de la penitenciaria al conocer que la sentencia de muerte estaba por cumplirse, mando llamar al presidiario a quien estimaba y había tratado de salvarle y le preguntó:
.¿Que necesitas?... Pensando para sus adentros que era la última gracia que concedía a aquel sentenciado a muerte.
Juan sereno como siempre le contestó:
-Un banco, una docena de velas de cebo grandes y una caja de cerillos. El muchacho no pedía arma alguna porque sabía que no se la permitían. Los materiales solicitados se le proporcionaron al reo que sin poner resistencia y por su propio paso y voluntad se aceraba a lo que sería la última noche de su vida. La pesada puerta de la “mazmorra de la muerte” se cerró y Juan sin Miedo quedó dentro de ella resuelto a descubrir el misterio. Todos pensaban que Juan ya había muerto, menos él, que con firme decisión algo le decía, que esa noche el empezaba a vivir e la inmortalidad de una leyenda. Así se sentó en el banco de madera de tres patas, encendió su primera vela y empezó su aventura. Se acordó de la noche que pasó en la bartolina de Cacaria, su tierra, de Virón, de la sentencia de don Procopio, de don Pancho y de doña Petra, de Lupe a la que ya no había vuelto a ver, de don Timoteo con su machete en meno, de los jaripeos y las corridas de toros bravos, de su estancia en la cárcel de Canatlán, de su llegada hacía siete años a la cárcel de Durango, en fin de todo lo que en su vida había pasado y de cuando en cuando le asaltaba el temor de quedarse dormido y no volver a despertar. Las horas se le hacían siglos y con atención contaba las campanadas que daba cada hora el reloj de la Catedral. Oyó sonar una a las doce de la noche, nerviosamente pasó su vista a su alrededor, esperando la presencia del supremo señor las tinieblas. Se preguntaba para sí, si el diablo llegaría como un personaje bien vestido o en forma de animal. Le preocupaba pensar que lenguaje debería de emplear para entenderse con el. También pensaba si era maldición de Dios que el muriera aquella noche en la celda maldita, porque era Dios tan arbitrario de arrancarle la vida sin razón. Se tranquilizaba un poco al pensar que si se trataba de un vampiro como decían, que tan grande podía estar, que él se fajaría con el hasta vencerlo, que si de veneno se tratara, ya tenía algunas horas dentro del calabozo, tiempo suficiente para sentir malestar. Reflexionaba en el sentido de que no podían ser espíritus los que le quitaban la vida a los que allí morían porque:
-¿Por donde entraban y salían si la celda permanecía cerrada?
A veces temeroso, otras con confianza, fueron pasando las horas y el reloj sonó las dos de la mañana. Cuando sonó esta hora, se puso a contar desde la hora que había sido encerrado a las seis de la tarde, ya llevaba ocho horas en vela y le faltaban cuatro ara que amaneciera. El había presupuestado consumir una vela en cada hora y el cálculo resultó erróneo. En ocho horas de encierro se habían consumido once velas y nada mas le quedaba una para las cuatro horas que le faltaban. Pensó que cuando se le acabaran, ya sin defensa de la luz, sería atacado por lo que mataba a los hombres en aquella bartolina maldita y perdería la batalla. Sintió que el pánico lo invadía, se serenó al acordarse de que le decían Juan sin Miedo y optó por racionar el combustible lumínico. Tomó los cerillos en la mano, listo para encenderlos al menor síntoma de anormalidad y le sopló a la vela. Quedó en la oscuridad mas tremenda, dejó pasar unos minutos que se le hicieron siglos, con todo y que el se repetía en silencio; soy Juan sin Miedo, el miedo lo venció y prendió la luz. Encendió la vela y al registrar cuidadosamente el piso, las paredes y el techo del calabozo para detectar lo anormal en una pared lateral junto a las vigas, divisó un alacrán como de treinta centímetros de largo con la cola parada, al sentir la luz de la vela, regresaba lenta y pesadamente a su madriguera. Juan le clavo la vista con horror. El animal se escondió e la viga que estaba junto a la pared. Nervioso aquel hombre por lo que había visto pensó que era el diablo en forma de alacrán y decidió no apagar la luz. El alacrán no salió, porque era un animal que no conocía la luz y esta lo atormentaba.
El preso veía que la vela única que le quedaba se consumía rápidamente. Faltaban tres horas para que amaneciera. Le quedaba la mitad de la vela y al quedar en la oscuridad vendría lo inevitable. La Muerte.
Aquel hombre sudaba a chorros, quería gritar, golpear la puerta, pedir auxilio. Pero nadie lo escucharía ni nadie se lo daría. En aquel momento de agonía indescriptible se serenó y decidió esperar la muerte resignado. La vela se consumía como se consume todo el universo, la vida, la fama, la juventud, la riqueza, el amor, el odio, el sufrimiento, en fin todo lo que existe tiene principio y tiene fin; menos la energía, que no se consume, solo se transforma. Ante la aceptación de lo inevitable aquel desgraciado reflexionó enseguida y dijo:
-El alacrán no es el diablo porque dicen qque el diablo no le teme a nadie. Debo apagar la luz para que el alacrán baje y si es el que mata a los presos, antes de que me pique lo mato, encendiendo el cabo de vela que me queda. Tomó los cerillos en su mano y listos para encenderlos de improvisto, se sentó en el banco y le sopló a la vela. En aquel mundo de oscuridad sudaba con mayor abundancia. Permaneció a oscuras largo rato, tal vez media hora. Lo atormentaba el pánico al pensar que a la mejor encendía la vela ya cuando fuera demasiado tarde, porque el enorme alacrán que ya había visto lo hubiese picado. Decidió encender el cerillo que tenía en la mano y recibió la angustia y desesperación que no esperaba, el cerillo se había mojado con el sudor del preso y al tallarlo en la caja se desmoronó. Sintió que las fuerzas le faltaron y se desplomaba sin sentido al suelo, cayendo pesadamente sobre el piso de la celda. La vida de Juan sin Miedo dependía de unos cuantos minutos.
Un sopor de resignación y sensación de indiferencia inundo su cuerpo y se quedó tirado totalmente relajado sobre las lozas húmedas del calabozo, de donde otro día lo sacarían los camilleros para darle cristiana sepultura. Juan había quedado sin sentido y en la oscuridad, cuando estaba a punto de ganar la batalla contra la muerte. De pronto el deseo de vivir en aquel joven afloró del subconsciente. Le salieron fuerzas no supo de donde, lo cierto es que se incorporó violentamente, palpo las manos sobre el piso y encontró los cerillos que había soltado, la caja estaba totalmente mojada.
Talló un fósforo sobre la loza de la celda y no encendió se desmoronó por la humedad. Nerviosamente tomó otro y lo tallo sobre el cinturón. El cerillo prendió y se iluminó la celda. Encendió el pedazo de vela y miró asustado el enorme alacrán a menos de un metro del piso del calabozo.
El arácnido al sentirse descubierto huyó violentamente como un suspiro y se oculto en su escondite. El reloj sonaba las cuatro de la mañana, faltando dos horas para que amaneciera, los cerillos estaban húmedos, la vela se consumía, solamente quedaba un cabito de unos seis centímetros de longitud.
Juan se serenó, ya no había duda, no era ni el diablo ni el vampiro, ni el veneno, ni la bendición de Dios la que había causado tanta víctima, era aquel enorme alacrán de color blanco avinagrado que tenía pelos pequeños y rojos en el lomo y en las antenas.
El problema se concretaba a matar el animal o cuando menos decía Juan, a no dejar que a mi me mate.
En la pared de la celda del lado opuesto a donde salía el arácnido, buscó el preso la piedra mas seca y tersa donde poder frotar los cerillos para encenderlos, acercó el banco a ese lugar, se paró sobre de el y le sopló al cabo de vela sosteniéndolo con la otra mano. Serenamente dejó que pasara el tiempo y cuando el reloj sonó las cinco de la mañana, encendió el cerillo, prendió el pequeño cabo de su última vela y al revisar la celda, miró el enorme animal que al acecho de Juan esperaba estático a menos de un metro de distancia del banco, que el preso descendiera del mueble para picarlo.
El hombre midió el peligro, el banco con el que antes había pensado matarlo ya no lo podía usar para eso porque se encontraba sobre de el y sin pensarlo mucho se quitó su sombrero de palma de falda ancha y con cuidado de no errar lo arrojó lentamente sobre el arácnido. Al sentir que lo había atrapado, bajo violentamente del banco de tres patas y puso el mueble sobre la copa del sombrero para que hiciera peso y no escapara su preciosa presa.
Cuando se cercioró de que estaba seguro y que el animal no escaparía, Juan respiró profundamente, al mismo tiempo que arrojaba al piso el pabilo de la vela que al consumirse totalmente le quemaba los dedos.
Se volvió a quedar a oscuras y prorrumpió en llanto. Durante unos minutos lloró sin contenerse. Juan lloraba, el no sabía si era de alegría, de coraje, de triunfo o de emoción o todavía de miedo por la oscuridad; cuando de pronto los pasos de dos camilleros y un carcelero se oyeron en la puerta, iban a recoger el cadáver de Juan para enterrarlo.
La celda se iluminó con la luz de la mañana Juan con modestia después de saludarlos les dijo: Ayúdenme a sacar una cosa que tengo aquí. Es un alacrán muy grande que es el que ha matado a todos los presos que han muerto en esta celda.
Al animal lo atraparon vivo y poniéndolo en un enorme frasco de vidrio, lo mandaron como ejemplar raro al Museo Nacional de Historia Natural, en México, DF., donde por mucho tiempo se exhibió con esta inscripción al calce: “El Alacrán de la Cárcel de Durango”.
Juan fue indultado y puesto en libertad por su hazaña. Volvió a Cacaria y se casó con la Lupe.
El calabozo dejó de ser “La Celda de la Muerte” y volvió a su antiguo nombre “La Celda de San Juan”. En la actualidad no existe la cárcel que se menciona y a la distancia de un siglo, se perdió el lugar exacto de lo acontecimientos, quedando entre los duranguenses, solamente el recuerdo de este relato.
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